Tao Anzhi no sabía a qué edad empezaban los recuerdos en otras personas. Pero ella, desde muy pequeña, ya recordaba cosas.
Por ejemplo, nunca había visto a su papá ni a su mamá. Solo tenía a su abuelo.
Y no cualquier abuelo, sino el mejor y más increíble del mundo. Él lo sabía todo: le enseñaba a escribir, a recitar las tablas de multiplicar y a memorizar poemas clásicos.
Su abuelo era un profesor de química jubilado, amable y bondadoso. La vida en el pequeño pueblo era tranquila y sencilla, pero para ella, era muy feliz. Cuando hacía buen tiempo, su abuelo la llevaba en bicicleta a pescar. Ella iba sentada en la parte de atrás, balanceando los pies y contando las nubes en el cielo.
En el pueblo vivía poca gente, y casi todos compartían algún parentesco tan evidente que se podía calcular sin ábaco. Tao Anzhi recordaba que su abuelo rara vez se enfadaba, siempre tenía una sonrisa en el rostro. Se llevaba muy bien con todos; cuando salía a caminar, siempre alguien le saludaba desde lejos con un “¡Maestro Tao!”. Hasta cuando iba al mercado, le daban un poco más de cebollines, jengibre o ajo que al resto.
Los fines de semana, algunos alumnos iban a su casa a tomar clases particulares. A veces cocinaba para que se quedaran a almorzar. Cocinaba tan bien que muchos estudiantes le rogaban a sus padres que le pagaran más, solo para poder comer allí.
Era un abuelo tan bueno, tan capaz.
Tao Anzhi recordaba con claridad aquella mañana: era su primer día en el jardín de infantes. Llevaba puesto un vestido nuevo que le había comprado su abuelo y se sentaba obediente a la mesa tomando su tazón de gachas. En la silla de al lado estaba su mochila nueva, rosadita, con forma de conejo, suave y esponjosa, con dos largas orejitas colgando. Su abuelo la había mandado a comprar al pueblo. Le gustaba tanto que casi dormía con ella.
A medio tazón, su abuelo le sonrió y dijo:
—Ah, se me olvidó prepararle a nuestra Taotao sus huevos rojos.
Era una costumbre rural: el primer día de clases, los padres preparaban dos huevos teñidos de rojo para que el niño los llevara a la escuela y los comiera allí.
Tao Anzhi nunca imaginó que esa sería la última frase que su abuelo le diría.
Esperó un rato, pero él no regresó. De pronto, se oyó un golpe sordo en la cocina, como si algo pesado hubiera caído. Lo llamó:
—¡Abuelo!
No hubo respuesta. Bajó de la silla y corrió hacia la cocina. Tac, tac, tac.
Al llegar a la puerta, se detuvo. Un huevo rojo rodó hasta sus pies. Miró con desconcierto: en la mano de su abuelo había otro huevo rojo. Su rostro ya se había tornado gris azulado.
Ese día, Tao Anzhi no fue al jardín de infantes.
Lo que vino después lo recuerda todo borroso. Alguien la ayudó a ponerse la túnica blanca del luto y la cinta de cáñamo en la cabeza. Los parientes mayores de la familia llegaron a ayudar, y armaron un altar funerario improvisado en la casa.
Ella se sentó sola en un banquito frente al féretro. A su alrededor, se mezclaban todo tipo de sonidos: llantos, suspiros, conversaciones sobre el entierro, la cremación…
Y esas voces familiares de sus tías mayores, esas que llamaba “tía abuela” y “tía lejana”, cuchicheaban a poca distancia:
—Dicen que fue un infarto fulminante… Se fue en un suspiro. Cuando el hijo del repartidor de gas, el viejo Yang, llegó a la casa, el cuerpo ya estaba frío…
—Pobre maestro Tao. ¿Ya le avisaron a su hija? Escuché que vive en Beicheng…
—¿La hija del maestro Tao? Hace años que nadie la ve. Ay, también qué cabeza… Tan joven y ya tuvo una hija, se la dejó al maestro Tao y nunca más volvió ni una vez a verla…
—¿Y qué pasó con el papá de la criatura? ¿Por qué la niña se apellida Tao?
—Baja la voz, que la niña está ahí…
Las voces, que antes eran cada vez más fuertes, de pronto se volvieron un murmullo contenido. Sonaban como hojas secas acumuladas en el bosque en pleno invierno, ocultando bajo ellas quién sabe qué bestia invisible.
Una que podía saltar de pronto… y morderte.
—Dicen que fue una hija fuera del matrimonio… —susurraban—. El hombre era rico, nunca quiso reconocerla… Por eso la inscribieron como hija del maestro Tao…
Tao Anzhi tenía solo seis años en ese entonces, pero su abuelo ya le había enseñado muchas palabras. Entendió más de lo que nadie creyó.
Pero no dijo nada.
Su abuelo yacía dentro de la “caja de madera”, con una ropa distinta a la habitual. Ella la conocía: era un conjunto que él reservaba para ocasiones importantes, siempre bien planchado. En vida, llevaba una sonrisa constante. Ahora, su rostro tenía un tono gris ceniza, y en sus labios parecía dibujarse una leve curva.
“Así parece que se fue en paz”, decían. Y esos mismos que decían eso, seguían ahí, hablando sin parar.
Su abuelo solía decir: “Cuando los adultos hablan, los niños no interrumpen”.
Así que ella no interrumpió.
Pero su abuelo ya no podía levantarse a callarlos.
Tao Anzhi bajó la cabeza, muy despacio.
Y así se quedó, sin moverse, vestida con esa ropa fúnebre tan blanca que casi dolía verla, con su cuerpecito pequeño, rígida como una estatuilla de piedra. A su alrededor, los adultos iban y venían, ocupándose de los preparativos del funeral. Algún pariente mayor se fijó en ella y le trajo algo de comida. Pero por la noche, como era solo una niña, no le dejaron quedarse a velar el cuerpo y la enviaron a pasar la noche en casa de unos parientes del pueblo.
A la mañana siguiente, regresó temprano al altar. Siguió las indicaciones de los mayores: encendió el incienso, se arrodilló y quemó papel funerario.
Aunque era principios de otoño, el calor seguía siendo sofocante. El cuerpo no podía dejarse fuera mucho tiempo. Había que realizar el entierro cuanto antes, proceder a la cremación y, recién entonces, colocar la urna en el ancestral salón del clan familiar.
El abuelo de Tao Anzhi había enviudado joven, y solo tenía una hija y una nieta. Al fallecer, aún no había cumplido los sesenta. No se podía considerar una muerte en paz, así que el funeral debía ser sencillo.
Pero por más sencillo que fuera, debía haber dolientes con vestimenta de luto, de blanco y con el cáñamo en la cabeza. Uno de los ancianos a cargo, con un dejo de enfado, preguntó:
—¿Qué pasa? ¿La hija del maestro Tao todavía no llega? ¡Qué falta de respeto! ¡Cuando los padres están vivos, uno no debe alejarse! Y ahora que su padre ya no está, ella… ¿dónde está?
El anciano tenía setenta y cinco años, había luchado contra los japoneses, servido como jefe de aldea en varias ocasiones, incluso había emprendido negocios en el mar. Era alguien con gran autoridad en el pueblo. Los jóvenes lo llamaban “tío abuelo” y, cuando se enojaba, pocos se atrevían a replicarle. Todo estaba listo, todo menos la presencia de quien debió haber llegado desde temprano.
Iba a continuar hablando cuando sus ojos se posaron en la figura arrodillada de Tao Anzhi. Aquellos ojos oscuros como perlas brillaban en silencio. El féretro aún estaba sin sellar. Las palabras se le atascaron en la garganta.
A puertas cerradas, sin un buen final. ¿Acaso había algo más desgarrador que eso?
Tao Anzhi no dijo nada. Seguía de rodillas ante el ataúd, inmóvil como una pequeña figura de barro.
En ese momento, una mujer irrumpió por la puerta. Antes de que nadie pudiera reaccionar, cayó de rodillas, avanzó a gatas unos pasos hasta el féretro, y con una voz quebrada soltó un “¡Papá…!”
Golpeó tres veces la cabeza contra el suelo. Luego permaneció con la cabeza baja, los hombros temblorosos, sollozando sin cesar.
Su cuello largo y blanco, temblando así, transmitía una belleza estremecedora, una fragilidad que apretaba el pecho. El entorno pareció detenerse; en el altar solo se escuchaba su llanto delgado y quebradizo.
Tao Anzhi no parpadeó, la miró fija. Vio cómo las tías se acercaban a consolarla entre lágrimas, cómo los hombres a su alrededor evitaban mirarla directamente, incluso el tío abuelo giró el rostro.
Y entonces, la mujer alzó la mirada.
Los ojos de ambas se cruzaron. El rostro de la mujer, tan desconocido como familiar, cubierto de lágrimas, se grabó en su mente.
El cuerpo rígido de Anzhi, esa pequeña estatua de luto, se desmoronó con un crujido inaudible, dejando al descubierto a una niña de carne y hueso.
La mujer no dudó en abalanzarse sobre ella, envolviéndola en sus brazos.
El corazón infantil de Tao Anzhi dio un vuelco. En sus pocos años de vida, casi no había sentido el abrazo de una mujer. Ese abrazo era cálido, suave, y temblaba levemente.
Pensó en las gallinas que su abuelo criaba. Cuando llovía, aleteaban inquietas y cubrían a sus polluelos bajo sus alas.
Anzhi apretó los labios. De pronto, sintió que quería llorar. Incluso estuvo a punto de pronunciar aquella palabra—“mamá”—. Fue un instante apenas. Tal vez un minuto. O tal vez solo unos segundos.
Pero antes de que pudiera saborear ese momento, la mujer se apartó, y todo el valor que había reunido se esfumó como humo.
Anzhi se quedó mirando, perdida, mientras la mujer se inclinaba sobre el ataúd y murmuraba algo entre sollozos. Una mano blanca como el papel apretaba el pecho de su vestido, como si eso pudiera aliviar el dolor. Viéndola así, Anzhi también sintió que el pecho le dolía, como si le faltara el aire.
La hija del maestro Tao, al fin, había llegado.
El tío abuelo suspiró y dio la orden para que prepararan el cierre del ataúd.
Y justo entonces, Tao Anzhi, que no había derramado ni una lágrima hasta ahora, soltó un grito agudo desde lo más profundo de su garganta. Se abalanzó sobre el féretro y lo abrazó, negándose a dejar que lo cerraran.
Aquel momento se volvió profundamente triste y caótico. El tío abuelo volvió a suspirar. Una madre sola. Una niña huérfana. Qué destino tan cruel.
Tao Anzhi gritó hasta romperse la voz. Aquel día, hasta ese momento, ni siquiera había llorado. Subieron el ataúd al coche fúnebre para llevarlo al crematorio del pueblo. La mujer que había llorado sin parar también fue tras él.
El ceño del tío abuelo se frunció. Según la tradición local, las mujeres no podían acompañar el cuerpo al crematorio, mucho menos si aún no estaban casadas. Pero aunque le tembló el músculo de la cara, no dijo nada.
Tao Anzhi, por supuesto, no podía ir.
El coche arrancó y una nube de polvo se levantó tras él.
La niña alzó la cabeza con dificultad, mirando hasta que desapareció.
Ese año tenía seis años. Ni siquiera había empezado la escuela. Aún no comprendía qué era la vida, pero ya había entendido lo que era la muerte.
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