El viaje fue largo y lleno de sobresaltos. Un vaivén brusco del auto hizo que Tao Zhenzhen abriera los ojos, aún adormilada, y solo entonces se dio cuenta de que se había quedado dormida en algún momento del trayecto.
Después de terminar con todo lo relacionado al funeral, tomó una decisión rápida: cerró con llave la casa del pueblo, dejó una copia a una vecina de confianza para que le echara un ojo de vez en cuando, y contrató un coche que la llevara directamente a la estación de tren.
Miró por la ventanilla. El día estaba hermoso, con un cielo azul claro y despejado, tan limpio que parecía recién lavado. En Beicheng era raro ver un cielo así.
Se quedó contemplándolo unos segundos más, antes de desviar la mirada hacia la niña dormida a su lado.
Tenía la piel blanca como la porcelana y el cabello negro y suave, igual que ella. En cuanto a los rasgos… no se había detenido nunca a mirarla con atención. A decir verdad, durante todos estos años se había esforzado en no pensar demasiado en su existencia. Todo lo que sabía de la niña venía de lo que su padre le contaba por teléfono. Y aun sin querer, entre frases filtradas y evasivas, había acabado por memorizar más de lo que le habría gustado.
“Ya tiene dos años y no todavía no habla, aunque al menos camina con fuerza”.
“La llamé Anzhi. Quiero que, pase lo que pase, siempre sepa estar en paz… y aceptar las cosas como vengan”.
“Ya habla, aunque no mucho. Para que hable más, le hago recitar poemas Tang. Igual que tú, ¿te acuerdas?”.
“Es muy lista, pero callada… ¿Por qué no le dices algo tú también?”.
Ella nunca contestaba. Escuchaba en silencio y cambiaba de tema. Su padre, desde el otro lado, guardaba unos segundos de silencio, y luego seguía la conversación como si nada.
A veces bromeaba diciendo: “¿quién sabe de quién habrá heredado ese carácter tan tranquilo?”.
Ella tampoco lo sabía. Ese no era su carácter. Desde pequeña había sido fuerte, competitiva, inquieta, llena de ganas de hablar, de expresarse, de destacar. En primaria se había saltado un curso, ingresó en la mejor secundaria de la región, y en la universidad fue admitida en una de las mejores del país, en la capital Beicheng.
Todo iba según lo planeado… hasta que conoció por casualidad a Chen Muqi. Se dejó llevar, cometió un error, y terminó embarazada.
No pensaba tener a esa criatura. Apenas estaba en primer año, su vida apenas comenzaba. Jamás se le había pasado por la cabeza ser madre soltera. Y Chen Muqi era un cobarde: cuando le dijo que estaba embarazada, se puso blanco como el papel. Ni siquiera se atrevió a preguntar si pensaba quedarse con el bebé. Sus padres la miraban con desprecio, como si fuera una oportunista intentando colgarse de su hijo.
Solo su padre se atrevió a dar un paso al frente y decir: “Esa niña es de la familia Tao”.
A Tao Zhenzhen se le llenaron los ojos de un ardor punzante. Su padre… era, sin duda, el hombre más íntegro que ella había conocido. En aquel entonces, la llevó de vuelta a casa sin importar los rumores ni las habladurías, y nunca le lanzó una sola palabra hiriente por lo ocurrido. Cuando nació la niña, consiguió, con ayuda de un antiguo alumno que ahora trabajaba en la comisaría, inscribirla bajo el apellido Tao. La cuidó como si fuera suya, con el mismo amor con el que la había criado a ella.
Y ella… ella misma no era capaz de mirar de frente a esa niña. Evitaba siquiera mencionarla. Porque esa niña era el recuerdo viviente de aquel error imperdonable al confiar en la persona equivocada; era la humillación en los ojos altivos de los padres de Chen Muqi; era la mancha que la había hecho caer de ser “la hija ejemplar” a convertirse en “la muchacha descarriada que quedó embarazada siendo menor de edad”.
El pensamiento le despertó una oleada de incomodidad. Volvió a mirar de reojo a la niña, y se sorprendió al descubrir que estaba despierta, observándola en silencio.
Tenía los ojos oscuros como el azabache, grandes y brillantes. Sus cejas finas y sus ojos almendrados le daban una familiaridad inquietante.
Una molestia creciente le revolvió el pecho. No había duda: era su sangre. Por más que intentara negarlo, era imposible borrar esa verdad que se le imponía con cada mirada.
La niña no decía nada. Solo la observaba calladamente.
Tao Zhenzhen desvió la mirada.
En ese silencio, llegaron a la estación del tren. Zhenzhen bajó del coche. El conductor era un joven del pueblo, flaco y moreno. Le bajó la maleta y se negó rotundamente a aceptar su dinero.
Vestía un vestido blanco que delineaba su silueta con elegancia. Cintura ceñida, curvas definidas, caminaba como si fuera un destello de luz flotando entre la gente. Muchas miradas se detuvieron en ella. Hasta el joven conductor no pudo evitar lanzarle varias miradas furtivas antes de marcharse, satisfecho.
Cuando el coche se alejó, quedaron allí paradas dos figuras: una mujer joven y una niña pequeña. La mayor, con el rostro cansado, apoyada en su maleta; la menor, tierna, con una mochila de conejito colgada a la espalda.
Antes de entrar a la estación, Zhenzhen se giró a mirar una última vez. Sabía, con total certeza, que no volvería nunca más.
Alzó ligeramente el rostro y dijo:
—Vamos.
Tao Anzhi caminaba con pasitos cortos detrás de ella. A sus seis años, era menudita y flaquita. Nunca había estado en un lugar así. Todo le resultaba extraño y ruidoso. Alzó la vista hacia la mujer que tenía delante. Una mano tiraba de la maleta. La otra colgaba vacía, de dedos largos y blancos.
Esperó. Esperó mucho. Y aun después de haber subido al vagón, esa mano nunca se extendió para alcanzarla.
Viajaban en segunda clase. El vagón no estaba lleno. Cerca de ellas, una pareja joven viajaba con un niño pequeño, de unos tres o cuatro años. Al poco de arrancar el tren, el niño vomitó, incapaz de soportar el trayecto. Con los ojos rojos, miró a sus padres. La madre lo acarició con ternura y dijo:
—No pasa nada, cielo. Voy a llamar a la azafata para que lo limpie.
El padre, tras ayudar a recoger el desastre, lo sentó en su regazo, y lo entretuvo mostrándole caricaturas de Tom y Jerry, mientras la madre le ofrecía agua con una sonrisa suave.
Anzhi los miró largo rato. No pudo evitar girar la cabeza hacia su acompañante. La mujer estaba recostada, ligeramente ladeada. Llevaba gafas oscuras que cubrían buena parte de su rostro. Dormía desde hacía rato.
Anzhi volvió a girar la cabeza, abrazó su mochilita contra el pecho, y después de una breve pausa, hundió la cara en ella.
……
Pasaron dos días en Beicheng hasta que Tao Zhenzhen logró contactar con Chen Muqi. Necesitó tres llamadas para que él comprendiera, al fin, que uno de los dos debía hacerse cargo de la niña.
Cuando por fin concertaron un encuentro para hablar del tema, colgó el teléfono y soltó un largo suspiro de alivio.
Ese mismo año se había graduado. Tenía una nota excelente en el GRE y había sido aceptada por una buena universidad en California. Por fin había comenzado a andar el camino que siempre quiso. Y no permitiría que nada ni nadie se interpusiera. Estaba decidida a hacer todo lo necesario para que Chen Muqi se llevara a la niña.
Sí, estaba siendo cruel. Lo sabía. Pero lo admitía sin pudor. Por eso evitaba mirarla demasiado. Por eso se negaba a establecer lazos. La niña era exactamente como su padre había dicho: callada, serena. No lloriqueaba, no exigía nada. Hacía lo que se le decía. Comía lo que le daban. Tan silenciosa… que apenas parecía estar allí.
Salvo por una única ocasión, la niña no había hablado en todo el día. Fue cuando se puso el vestido nuevo que Tao Zhenzhen le había comprado. Tiró suavemente de las mangas y murmuró, casi en un susurro:
—Me queda grande…
Tao Zhenzhen le echó un vistazo. Las mangas le sobraban bastante, y el dobladillo del vestido rozaba casi los tobillos. Frunció ligeramente el ceño. La dependienta le había asegurado que esa talla era para una niña de seis años.
La miró con atención. Sí… la verdad era que no parecía tener seis años. Era demasiado bajita.
Por un momento no supo qué decir. Luego se agachó y le remangó las mangas, vuelta y vuelta. Después de una breve pausa, dijo:
—Es mejor comprar la ropa un poco grande… así sirve por más tiempo.
Y sin saber muy bien por qué, añadió otra explicación:
—Los niños crecen rápido… por eso normalmente se les compra la ropa holgada…
Tao Anzhi la miró y asintió con su cabecita.
—El abuelo también decía eso…
El gesto de Tao Zhenzhen se congeló por un instante. Sintió algo tibio, como una pequeña corriente cálida que se le deshacía en el pecho. Tardó unos segundos en responder:
—El abuelo se fue hace poco… así que no podemos usar ropa muy colorida… más adelante… más adelante podrás usar otra…
No fue capaz de terminar la frase con un: “Yo te la compraré”. Porque sabía que cuando uno promete, tiene que cumplir. Así que optó por dejarlo en el aire, sin compromisos.
Los ojos de Tao Anzhi brillaron por un instante. Frunció los labios, y luego volvió a asentir con esa pequeña cabecita suya.
Tao Zhenzhen se puso de pie con cierta incomodidad.
En ese momento, sonó el timbre. Una distracción oportuna que le vino como anillo al dedo.
Fue a abrir la puerta.
Desde detrás de ella, Tao Anzhi asomó con cautela la cabeza, curiosa por ver quién era. Un joven de estatura alta, alrededor de un metro setenta y cinco, con el cabello algo largo y levemente ondulado. Llevaba una camiseta blanca y unos jeans rotos en ambas rodillas, manchados aquí y allá con lo que parecía tinta o grasa. Tenía una apariencia limpia, con rasgos suaves y un aire ligeramente frágil, como sacado de una novela artística.
Su piel era muy blanca, tan blanca que incluso competía con la de Tao Zhenzhen. Al cruzar la mirada con ella, se llevó una mano al cabello, rascándose con una expresión un poco avergonzada. Esbozó una sonrisa:
—Hola…
En el rostro de Tao Zhenzhen se dibujó una expresión entre distante y melancólica. Asintió levemente y dijo:
—Pasa…
Apenas puso un pie dentro del apartamento, Chen Muqi vio en la sala a una niñita que no parecía tener más de cuatro años. Llevaba un vestido negro con un cuello blanco y un moño, y lo miraba con curiosidad con sus grandes ojos negros y brillantes. Tenía las mejillas sonrosadas, como un pequeño brote de flor emergiendo de un estanque en primavera.
Chen Muqi dudó por un momento y luego se inclinó un poco hacia ella.
La voz de Tao Zhenzhen rompió el silencio:
—Anzhi, él es tu papá.
Como si le hubieran picado, Chen Muqi se frotó nerviosamente las manos y forzó una sonrisa.
—Hola… Anzhi…
La niña parpadeó. Acarició con nerviosismo el borde de su vestido con las manos. Justo cuando iba a decir algo, el hombre frente a ella desvió bruscamente la cara.
Anzhi se quedó inmóvil.
Chen Muqi deseó poder desaparecer. ¿Qué demonios estaba haciendo? Él mismo no se sentía ni remotamente como un adulto, mucho menos como un “padre”.
Bueno, técnicamente lo había sido desde hacía años, solo que cuando Tao Zhenzhen fue llevada de regreso a casa por su padre, todo se esfumó de su vida sin dejar rastro. Al principio se sintió aterrado, pero con el tiempo, el miedo se fue disipando, como si la existencia misma de la niña se hubiera enterrado en un cajón del que nunca más se volvió a hablar.
Y ahora, de pronto, ahí estaba: ese “fruto” concreto, inevitable, mirándolo con unos ojos que no sabía cómo sostener.
Chen Muqi lo tenía claro. Él nunca había querido hijos. Nunca se planteó casarse, ni formar una familia. Sus dos hermanos mayores ya estaban casados y con hijos—¡cuatro en total!—y toda su familia era gente de negocios: rudos, prácticos.
Solo él, desde pequeño, había soñado con ser artista. Hasta se había cambiado el nombre a “Muqi” por Qi Baishi, el pintor.
Qué ironía… una sola relación sexual, aparentemente sin consecuencias, incluso con protección… y resulta que la protección no sirvió para nada. Su “semilla” había encontrado tierra fértil en Tao Zhenzhen, y ahora tenía frente a él un “fruto” vivo y real, imposible de ignorar.
Antes de venir, Chen Muqi había estado nervioso hasta el cansancio. Sabía que el padre de Tao Zhenzhen había muerto, y no dejaba de pensar: “¿Y si ahora me quiere dejar a la niña?”.
Pero vamos, entre los dos, ¿quién estaba mejor preparado? Tao Zhenzhen se había graduado con honores de una universidad de élite. Con su currículum, podría encontrar un buen trabajo y cuidar perfectamente de la niña.
Él, en cambio, aunque venía de una familia acomodada, vivía con una mensualidad que sus padres le daban. No sabía cocinar, ni lavar ropa, ni nada de eso. Había intentado entrar varias veces a la Academia de Bellas Artes de Bei, sin éxito. Actualmente, estaba estudiando pintura con un artista famoso, y solo la matrícula costaba doscientos mil yuanes al año, sin contar los viajes y estudios de campo. No tenía ni tiempo ni capacidad para cuidar de una niña.
Antes de venir, había repasado mil veces todos esos argumentos para convencerse de una cosa: aquella niña no podía quedarse con él.
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