Pasado el quinto día del Año Nuevo, llegó enseguida el primer día de clases.
Yan Xi, que solía vivir en el apartamento que le asignaron en la estación de televisión, tenía la costumbre de acostarse tarde —muchas veces por trabajo— y por lo tanto levantarse tarde.
Su hermano mayor, Yan Yidong, había contratado una asistenta para ayudarla, pero la mujer solo llegaba al mediodía. Así que en las mañanas era Yan Xi quien debía llevar a Anzhi a la escuela; al mediodía y por la tarde, la asistenta la recogía.
Ese día era el primero de Anzhi en la escuela primaria afiliada a la Universidad Normal. Yan Xi había tenido que poner una alarma para poder despertarse. Pero al abrir los ojos, descubrió que Anzhi ya estaba vestida con su uniforme, lavada y peinada, esperando en el primer piso.
La casa de Yan Xi era una pequeña villa de tres pisos, independiente dentro del complejo residencial, con su propio jardín. En la planta baja había una amplia sala de estar, la cocina, el comedor y una habitación de invitados.
La escalera se curvaba hasta el segundo piso, donde las paredes estaban cubiertas por estanterías hechas a medida, repletas de libros, con una escalerita de madera para alcanzar los estantes más altos. Había un pequeño estudio abierto, con alfombra sobre el suelo de madera de abedul y muchos cojines de colores. En una esquina, una computadora de escritorio; en la otra, un balcón con grandes ventanales que dejaba pasar la luz. Dos dormitorios quedaban frente a frente, y había un baño compartido.
El tercer piso tenía otra habitación de huéspedes y una terraza al aire libre.
Aquel lugar había sido diseñado y supervisado personalmente por el padre de Yan Xi. La ubicación era excelente: el vecindario era seguro, la escuela primaria quedaba a quince minutos, y había dos colegios secundarios a media hora de distancia. El entorno era tranquilo, con abundante vegetación, y además no quedaba lejos del área comercial principal.
Cuando la familia Yan compró la casa, lo hicieron pensando en mudarse allí cuando Yan Xi entrara a la escuela primaria. Pero tras un accidente, todos los hijos regresaron a vivir al hogar familiar, y la casa quedó vacía. Los padres de Yan Xi la habían comprado con la intención de que fuera parte de su dote, y a los dieciocho años ya habían transferido la propiedad a su nombre.
—¡Ah! ¡Perdón! —exclamó Yan Xi bajando corriendo las escaleras, todavía abrochándose la camisa.
Por las mañanas siempre tenía el azúcar un poco bajo, y el apuro la mareó. Se sostuvo de la mesa, sacó una pastilla de caramelo del bolsillo y la metió en la boca disimuladamente.
Miró a Anzhi, que la observaba callada, y dijo con una sonrisa:
—Vamos a desayunar afuera…
La noche anterior había olvidado preparar algo, y un ligero sentimiento de culpa le recorrió el pecho.
En la entrada del vecindario había una tiendita de baozi. Yan Xi compró varios rellenos de yema y de pasta de frijol rojo, junto con dos vasos de leche de soya recién molida.
Anzhi comía feliz, masticando despacio su panecillo. Llevaba el uniforme azul y blanco, el cabello corto hasta los hombros, bien peinado, y la mochila nueva que le habían comprado.
—Mañana desayunaremos otra cosa… —murmuró Yan Xi, pensando que tendría que empezar a levantarse más temprano para preparar algo.
“Quizá deba adelantar la alarma, comprar pan, fruta… ah, qué complicado”. Antes, en la casa familiar, nunca tenía que preocuparse por esas cosas.
Panecillos, leche de soya, churros fritos, gachas… ¿qué más podía hacer para variar?
Como la mayoría de los jóvenes trabajadores de poco más de veinte años, Yan Xi siempre priorizaba dormir un poco más en lugar de pensar en el desayuno.
Mientras meditaba en eso, sintió que alguien le tiraba suavemente de la manga. Miró a un lado: Anzhi le señalaba el reloj de su muñeca.
—Vamos a llegar tarde.
Yan Xi se sobresaltó. Dio un mordisco al baozi que tenía en la mano, se subió al auto y arrancó hacia la escuela.
Anzhi, sentada en el asiento del copiloto, observaba cómo Yan Xi conducía con el pan todavía entre los dientes y una expresión seria. No pudo evitar reír en silencio.
En teoría, el trayecto a pie desde la casa hasta la escuela era de quince minutos. Pero en auto resultaba peor: había un semáforo larguísimo en la intersección principal.
Cuando por fin llegaron a la puerta de la escuela, eran las 7:50. El turno matutino ya había empezado, y frente a la entrada las esperaba la maestra de Anzhi.
Anzhi empezó directamente en el segundo semestre de primer grado. Su maestra principal la esperaba en la puerta para acompañarla al aula, pero el retraso de su tutora la había dejado allí de pie durante veinte minutos.
Era marzo, y aunque el cielo estaba despejado y el sol templaba el aire, aún hacía un frío punzante. La expresión de la maestra estaba tan rígida como una piedra en invierno.
Yan Xi hacía años que no tenía contacto con profesores, y al verla se puso un poco nerviosa. La maestra era una docente de nivel municipal, reconocida cada año como “excelente tutora”, y tenía ese aire severo y digno de quien vive para enseñar. Solo con mirarla, Yan Xi sintió un leve temblor de respeto. Sonrió y se inclinó con educación, pidiendo disculpas.
La maestra, que no llegaba a los cuarenta, se encontró frente a una madre joven y elegante, con el cabello suelto y un rostro luminoso. Aquella mujer parecía una rama de sauce recién brotada en primavera, y junto a ella, la niña de piel blanca y rasgos finos parecía una muñeca de porcelana. No tuvo corazón para regañarlas.
—Está bien, deje a la niña conmigo —dijo finalmente—. Venga a buscarla al mediodía.
—Claro, muchas gracias —respondió Yan Xi enseguida. Se agachó frente a Anzhi, apoyando las manos en sus pequeños hombros—. Pórtate bien, ¿sí? A mediodía la abuela Liu irá a buscarte. Yo llamaré a casa, y si pasa algo, puedes llamarme tú también. Cuéntame después qué almorzaste, ¿de acuerdo?
Luego se giró hacia la maestra.
—Por favor, cuídela. Es muy pequeña y no conoce a nadie todavía, así que le agradecería si pudiera ayudarla a adaptarse. Si puede, también con el asiento…
En ese momento, Yan Xi entendió por qué muchos de sus jefes, tan imponentes en la estación de televisión, se volvían dóciles gatitos frente a los maestros de sus hijos.
La maestra apretó los labios para contener una sonrisa. Sabía perfectamente quién era aquella niña: el director mismo le había advertido sobre su ingreso. En el examen de nivelación, había obtenido puntuaciones perfectas en las tres materias —chino, matemáticas e inglés—, y todos los tutores de primer grado habían competido por tenerla en su clase. Si no fuera por eso, no habría estado esperando tanto tiempo en la puerta.
Con gesto neutral, respondió simplemente:
—De acuerdo, no se preocupe.
Yan Xi volvió a acariciar la cabeza de Anzhi.
—Tienes que obedecer, ¿eh?
Anzhi asintió con una sonrisa.
—Sí.
—Y solo puedes irte con la abuela Liu, no hables con desconocidos, ¿entendido?
—Sí.
Por dentro, la maestra suspiró: “Solo va a la escuela, no es como si fuera su primer día lejos de casa…”
Por fuera, sonrió con paciencia.
—Señora, voy a llevar a la niña al aula. Ya va a sonar la campana de la primera clase.
Yan Xi al fin dejó de hablar. Se quedó mirando cómo Anzhi seguía a la maestra paso a paso hacia el interior.
La Escuela Primaria Afiliada a la Universidad Normal era una institución antigua. A la entrada se alzaban dos viejos árboles de ginkgo, con copas frondosas y hojas en forma de abanico que temblaban bajo la brisa de la mañana.
La mirada de Yan Xi se ensombreció un poco. Recordó la primera vez que había visto a Anzhi, aquel pequeño cuerpo encogido detrás de su padre, la tristeza que emanaba de su figura después de haber sido abandonada por su madre.
Sus pestañas temblaron levemente mientras contemplaba la espalda de la niña.
El uniforme le quedaba apenas grande, el cabello negro brillaba bajo el sol, y caminaba ligera con su mochila nueva, donde brillaba una imagen de la Princesa Aurora, su personaje favorito desde que empezó a leer cuentos de hadas.
Los labios de Yan Xi se curvaron en una sonrisa.
Y como si lo hubiera presentido, Anzhi se giró, la vio y le sonrió con esa boca pequeña antes de saludarla con la mano.
Yan Xi también alzó la mano para despedirse, sonriendo más ampliamente.
Sintió el corazón apretársele, suave y cálido a la vez.
“Es otro entorno nuevo… ojalá pueda adaptarse bien”.
Esperó hasta que Anzhi desapareció en el edificio antes de mirar la hora. Cuando vio el reloj, se sobresaltó. “¡Dios mío, voy a llegar tardísimo!”.
Subió corriendo al auto y arrancó.
Durante toda la mañana no pudo concentrarse. Por más que intentara, su mente seguía en la escuela.
Anzhi, en cambio, estaba emocionada. Recordaba los veranos y los inviernos en que su abuelo, ya jubilado, organizaba pequeños talleres en casa. Había una gran mesa de madera y bancos para los niños. Ella, entonces muy pequeña, se sentaba en una sillita al costado, mirando cómo los mayores se levantaban, respondían preguntas y aprendían.
Como en su casa solo vivía con su abuelo, él debía dar clase y cuidarla al mismo tiempo.
Anzhi era demasiado pequeña para entender las lecciones; a veces, cuando se aburría o le daba sueño, se quedaba dormida sobre la silla. Otras veces salía al patio a jugar sola un rato y luego regresaba.
Los alumnos de su abuelo —jóvenes, atentos y pacientes— la trataban con mucho cariño. En los descansos jugaban con ella, le enseñaban a recitar poemas y a hacer cuentas sencillas.
Por eso, en su mente, el aula se había convertido en un lugar mágico. Un sitio donde se aprendían cosas que ella no entendía del todo, pero que siempre le parecían maravillosas. No le gustaban los cursos de jardín de infantes, donde todo era demasiado fácil y repetitivo. Ahora que por fin podía ir a una escuela de verdad, estaba emocionada.
Como era pequeñita, la maestra la sentó en la primera fila. El ambiente aún conservaba el aire festivo del Año Nuevo, y los niños hablaban animadamente sobre los regalos y el dinero que habían recibido.
Solo Anzhi abrió ordenadamente sus libros, los colocó sobre el pupitre y sacó su sacapuntas: uno rosado con forma de casita, decorado con un conejito.
Su compañero de banco, un niño inquieto, la vio y de inmediato quiso mostrarle el suyo.
—Mira, el mío tiene forma de auto. ¿A que está genial?
Anzhi lo miró con cortesía y sonrió.
—Sí.
El niño se sintió encantado con la respuesta y la observó varias veces más, con ganas de seguir hablando, pero la campana de inicio de clases lo interrumpió.
La profesora de matemáticas era una recién graduada, de rostro fresco y juvenil, con el cabello recogido en una coleta y gafas que le daban un aire serio. Aunque le faltaba experiencia, con un grupo de niños de primer grado se manejaba sin problemas.
Ese día planeaba enseñarles la resta con llevada dentro del número 20.
“Aprender jugando”, se repetía antes de entrar al aula. Ese lema se había convertido en su regla de oro.
—El semestre pasado —empezó con una sonrisa— aprendimos una canción llamada “La canción del diez”. ¿Se acuerdan? Hablaba de nuestras cinco parejas de buenos amigos: 1 con 9, 2 con 8, 3 con 7, 4 con 6 y 5 con 5, ¿verdad?
—¡Síiiiiiiiii! —respondieron los niños al unísono.
—Muy bien, vamos a cantarla juntos para repasar.
Las voces infantiles resonaron alegres:
“Uno con nueve, amigos los dos,
dos con ocho, juntitos los dos,
tres con siete, qué feliz unión,
cuatro con seis, la misma canción,
cinco y cinco, dos manos son”.
—Entonces —continuó la maestra—, si nuestros amigos se juntan, forman el número 10. Pero si el 2 se va, ¿quién queda? ¡Sí, el 8! Porque son una pareja. Así que podemos escribirlo como una resta: 10 – 2 = 8.
—¡Síiiiii!
—Muy bien, ahora vamos a ver quién puede contestar rápido: ¿cuánto es 10 – 5? ¿Y 10 – 3?
Anzhi, que ya dominaba las multiplicaciones y divisiones de tres cifras se quedó en silencio.
No se había imaginado que el nivel sería tan básico.
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ShadowTP
Muchas gracias por los capítulos 💕