Un solo dedo meñique bastó para que el frágil cuerpo de Jiang Xu no pudiera más. Con los ojos nublados por las lágrimas, miró a Ji Ruyu, que besaba apasionadamente su cuello, y pensó, tal vez sin sentido, que al parecer no cualquiera podía usar esta “trampa de belleza”. Si Ji Ruyu no se contuviera y la obligara así hasta que se le aflojaran las piernas, con su salud actual, no podría hacer nada más que jadear.
Jiang Xu mordía el trozo de seda en su boca y emitía suaves gemidos intermitentes. Ji Ruyu tardó un buen rato en darse cuenta de que la cuñada imperial no estaba fingiendo: con un solo meñique ya la tenía al límite. Al ver la insoportable situación de Jiang Xu, finalmente recuperó la razón. Retiró su dedo, la abrazó y la recostó sobre la mesa.
—¿Estás lista para asesinarme?
Esas palabras devolvieron a Jiang Xu a la realidad. Rozó con los dedos el puñal en su cintura y su corazón se aceleró.
Ji Ruyu le abrió las piernas, las apoyó en sus hombros y hundió todo su rostro en la intimidad de su cuñada.
La sensación fue demasiado estimulante para Jiang Xu, que solo pudo arquear la espalda y temblar. La última brizna de cordura le decía que era el momento perfecto para “matar” a Ji Ruyu. Bita no la perdonaría, y ella tampoco podía perdonar.
Jiang Xu sacó la daga que llevaba en la cintura, idéntica a un adorno lunar, y fijó sus ojos en la persona que tenía la cabeza hundida en su entrepierna: el cabello recogido en un moño dejaba al descubierto un tramo de cuello blanco y frágil.
Aunque su mente estaba llena de pensamientos, el movimiento de su mano al blandir el arma fue instantáneo. La daga envenenada se alzó y descendió rápidamente, deteniéndose a la perfección sobre el cuello de Ji Ruyu, sin perforar su piel.
Ji Ruyu también captó con precisión cada uno de sus movimientos, y cooperó soltando un grito desgarrador mientras caía pesadamente al suelo.
La doncella que hacía guardia afuera, al ver la escena, se llenó de júbilo. La “obra erótica” que acababa de presenciar casi la había hecho olvidar su propósito, y por un momento creyó que Bita había sucumbido. ¡Pero no! ¡Bita era una mujer de voluntad firme! Incluso en ese instante, había sido capaz de desprenderse de todo y, sin vacilar, darle una puñalada a Ji Ruyu.
De inmediato, la doncella envió la señal convenida.
Ya fuera que Ji Ruyu estuviera muerta o gravemente herida por el veneno del puñal, para ellos era suficiente: ya no representaba ninguna amenaza para los planes venideros.
Los asesinos, al recibir la señal, se lanzaron como una marea sobre la embarcación. Rápidamente tomaron el control de los sirvientes y de los pocos guardias armados que custodiaban el barco, y rodearon la cámara privada de la princesa.
El líder del grupo empujó la puerta de par en par y, riendo a carcajadas, se preparó para lanzar su proclamación de victoria.
—¡Ja, ja, ja! ¡Ji Ruyu! ¡Tu vida terminó por culpa de una mujer! ¿Y qué tal sabía Bita? Morir bajo su falda… al menos no puedes quejarte del final.
—¿Oh? ¿De verdad?
La voz que respondió, sin el menor temblor, le heló la sangre.
Cuando sus ojos enfocaron el interior de la habitación, su expresión cambió de triunfo a horror.
La que debía estar al borde de la muerte, Ji Ruyu, estaba de pie frente a él, ilesa, con una calma imponente. Y la mujer que debía haber sido su aliada, “Bita”, se refugiaba ahora entre sus brazos, envuelta en su protección.
—¡¿Bita?! ¡¿Me traicionaste?! —rugió el hombre, incrédulo. —¿¡Elegiste traicionarme por… una mujer!?
Jiang Xu, aunque sentía la tensión flotando en el ambiente, no pudo evitar reír con sorna para sus adentros.
Así que era eso lo que le dolía. Que “Bita” hubiera elegido a Ji Ruyu sin vacilar. Que su control se viera resquebrajado por algo que no podía poseer. ¿Una mujer con otra mujer? ¿Y encima desafiando su autoridad? Las mujeres solo existen para pertenecer a los hombres, ¿no es así?
Ja.
Jiang Xu no tenía la más mínima intención de aclarar que no era Bita. Dejó que aquel hombre se desmoronara, que se consumiera en su propia incredulidad.
Ji Ruyu también observaba su reacción con indiferencia y desdén. Soltó una risa fría y cortante:
—Ahora es mi turno. ¿De verdad pensaste que era tan fácil engañarme? Recuérdalo para tu próxima vida.
En ese instante, más hombres vestidos de negro emergieron desde el fondo del barco, trabándose en combate con los intrusos.
Los guardias ocultos que habían estado esperando bajo el agua irrumpieron por las ventanas, colocándose rápidamente frente a Ji Ruyu y Jiang Xu como un muro firme.
Ji Ruyu estrechó a su cuñada entre los brazos y dirigió una mirada helada al hombre que pronto se vería reducido a un prisionero.
—He oído que vuestro pueblo vive en los desiertos, que no se lleva bien con el agua. Parece que era cierto: ni siquiera notaste que bajo estas aguas se ocultaban mis soldados de élite.
Aquel hombre seguía sin poder creerlo.
—¡No lo acepto! Bita, ¡¿por qué me traicionaste?! ¡¿Qué ganas tú con esto?! ¿De verdad crees que Ji Ruyu será buena contigo? ¡Una mujer tan despiadada solo te usará y luego te desechará!
Ji Ruyu soltó una carcajada desdeñosa.
—Príncipe, eres mezquino hasta los huesos. Solo porque mis caravanas invadieron tu territorio, tramaste asesinarme. Pero al final, perdiste a la mujer… y también tu ejército.
La sonrisa en su rostro se hizo más afilada, más cruel.
—Ya que vas a morir, no me importa darte un último regalo: tu cabeza es el precio de un trato entre este palacio y el tercer príncipe de tu nación. A cambio, él subirá al trono, y sus rutas comerciales pasarán a ser mías. Agradece su generosidad… y despídete.
Cuando terminó de hablar, no perdió más tiempo. Con una orden seca, mandó a sus hombres a ejecutar al traidor. La espada cayó, y su cabeza rodó en el suelo con un sonido sordo.
—Acaben con todos. No dejen a nadie con vida.
Su voz fue ligera, serena… como si hablara del clima. Pero dictó la sentencia de muerte para todos los invasores.
En medio de la matanza, Ji Ruyu cubrió con cuidado los ojos de Jiang Xu con una mano. Pensaba que su cuñada no debía presenciar tanta sangre.
¿Habría arruinado su imagen ante ella? ¿Le parecería demasiado cruel? Ji Ruyu frunció levemente el ceño. Por primera vez, realmente se lo preguntaba.
No… ¿Desde cuándo le importaba tanto lo que pensara su cuñada?
Ji Ruyu frunció el ceño ante ese pensamiento.
En ese instante, Jiang Xu tironeó suavemente de su manga. El aire estaba cargado con un denso olor a sangre que comenzaba a marearla.
—¿Podemos irnos ya?
Ji Ruyu bajó la mirada y vio que su cuñada se tapaba la nariz con el ceño fruncido. Su expresión se ensombreció aún más. Así que realmente… le resultaba insoportable.
—Vámonos —dijo con voz baja.
Al salir de aquella cámara impregnada de muerte, Ji Ruyu divisó una silueta familiar, temblando de rodillas en el pasillo.
Era la sirvienta infiltrada en la residencia, la que debía dar la señal. Dos guardias de negro la sujetaban firmemente por los brazos.
—¿Qué haremos con esta? —preguntó uno de los hombres, expectante.
Ji Ruyu la observó con frialdad, como si mirara un insecto.
—Eres mujer. Te concederé el privilegio de una última palabra.
La joven sirvienta temblaba. Por fin parecía haber aceptado su destino, aunque sus ojos, llenos de rencor y desconcierto, se clavaron en la figura que descansaba en brazos de Ji Ruyu.
—Bita… ¿por qué… por qué traicionaste…?
Antes de terminar la frase, Jiang Xu levantó por fin el rostro. Nadie supo cuándo se le había deslizado la fina tela del rostro, pero ahora, su rostro sin velo quedaba a la vista de todos.
La expresión de la sirvienta se congeló.
—Su… Su Majestad la Empe…
¡No era Bita! ¡La mujer que había compartido el lecho con la princesa no era una cortesana extranjera… sino la propia emperatriz, la cuñada imperial!
No alcanzó a terminar el grito. Una hoja silbó en el aire, y un tajo limpio enmudeció todo. Los guardias no necesitaban más órdenes.
La traidora cayó sin emitir un último aliento.
—Perdón, princesa —dijo uno de los guardias, agachando la cabeza. La situación era crítica, y no podían permitir que se revelara la identidad de la emperatriz. Evitar cualquier fuga de información era prioritario.
Ji Ruyu comprendió su intención de inmediato y asintió suavemente, sin pronunciar palabra. Así, con Jiang Xu aún en sus brazos, la princesa se giró y subió a la carroza.
Jiang Xu no esperaba que, una vez dentro, Ji Ruyu la depositara con cuidado y, por primera vez, eligiera sentarse algo apartada.
La mirada de Jiang Xu se alzó con sorpresa, posándose en ella con expresión confusa.
Ji Ruyu le devolvió una sonrisa leve, suave, casi melancólica.
—Esta noche… he derramado demasiada sangre —dijo con voz templada—. No quiero ofender tu pureza, cuñada imperial.
En su mente aún flotaba la imagen de aquella mujer frunciendo el ceño, tapándose la nariz, perturbada por el olor de la muerte que impregnaba su cuerpo.
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