—¿Cómo lo sabes? ¿Acaso la cuñada imperial ha enviado a alguien a vigilarme?
Frunció los labios, entrecerrando los ojos con aire coqueto.
—¡¿Qué estás imaginando?! —le soltó, y al instante tomó un pliego de memoriales y le golpeó la cabeza.
No era un golpe doloroso, pero Ji Ruyu se llevó las manos a la cabeza de forma exagerada, aunque por fin dejó de comportarse como una descarada.
Para evitar que esa mujer siguiera delirando, Jiang Xu aclaró con firmeza:
—Si no tuvieras intención de ver a nadie esta noche, te habrías quitado esa ropa.
Ji Ruyu quedó un instante en blanco, como si no se hubiera dado cuenta de que Jiang Xu podía notar ese tipo de detalles.
—Entonces… según tú, ¿por qué lo hago? —preguntó en voz baja.
Apoyó con ligereza un dedo en su barbilla, alzando los ojos hacia ella. En su mirada oscura había algo indescifrable, una sombra que oscilaba entre la duda y el dolor.
—Porque odias ese trono —respondió Jiang Xu sin vacilar—. Odias ese título. Y odias aún más estar viva en lugar de Ji Mingyue. ¿Estoy en lo cierto?
La sonrisa de Ji Ruyu se congeló un segundo. No respondió. Solo frunció el ceño profundamente, esquivando su mirada.
—¿Por qué? —insistió Jiang Xu. —Si odias todo lo que estás haciendo… ¿por qué seguir cargando con ello? Eres la princesa heredera. Podrías ignorar quién se quede con el trono, podrías desentenderte del caos del mundo. Al final, sea quien sea el sucesor, seguiría rindiéndote respeto. Tu vida no sería peor que ahora, ¿no es así? Tú odias a Ji Mingyue… ¿no me digas que haces todo esto solo para proteger el trono por él?
Jiang Xu apretó el puño contra su manga. Tal vez, si lograba entender ese asunto, podría comprender por qué Ji Ruyu se había vuelto tan distorsionada, por qué actuaba con ese resentimiento, esa locura.
Dicen que los villanos en las historias no se vuelven así sin razón. Tal vez ahí residía el origen de su oscuridad.
Si podía arrancar ese odio de raíz… quizás entonces ya no tendría que vigilarla, evitar que se acercara a otras mujeres, ni pagar un precio tan alto solo por mantenerla a raya.
De pronto, Ji Ruyu soltó una carcajada.
—Así que la cuñada me presta más atención de lo que pensaba… Qué bien…
Jiang Xu creyó ver en ella un instante de fragilidad, como si la coraza se quebrara por un segundo. Pero esa debilidad desapareció tan rápido, que llegó a preguntarse si no fue una ilusión.
Ji Ruyu se incorporó con lentitud y se acercó a ella. Ladeó ligeramente la cabeza. Aunque sonreía, en su sonrisa flotaba una especie de confusión y apatía.
—¿Cómo podría hacerlo de buena gana? ¿Cómo podría querer conservarle el trono a Ji Mingyue? Apenas me alcanzan las fuerzas para odiarlo. Pero dime, cuñada… ¿quién puede vivir en este mundo haciendo siempre lo que desea, siguiendo fielmente su corazón? ¿Quién puede moverse con libertad, como el viento? A veces… a veces creo que en realidad, ya estoy muerta.
Mientras pronunciaba esas palabras, Ji Ruyu alzaba la vista hacia el imponente Salón Yangxin, iluminado por miles de lámparas. Luego, bajó la mirada hacia la túnica imperial que llevaba puesta, y al sello del dragón sobre la mesa, símbolo del poder supremo, pero también de una soledad infinita. En sus ojos, no había el más mínimo asomo de emoción.
Sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos, volvió a mirar a Jiang Xu. La chispa volvió a encenderse en su mirada. Con esa sonrisa traviesa tan propia de ella, se abalanzó sobre la otra, sujetando con fuerza sus delgados hombros con unos dedos finos que parecían temblar, como si temiera que la otra desapareciera en cualquier instante.
Jiang Xu se quedó paralizada al encontrarse con esa mirada profunda como un pozo sin fondo. Un vértigo como si se estuviera ahogando se apoderó de su pecho, dejándola sin aire, sin razón aparente.
—Pero, ¿sabes una cosa, cuñada? —preguntó Ji Ruyu, con los ojos encendidos. —Desde que estoy contigo, la vida… ha empezado a tener sentido. Si regreso a ser la princesa heredera y tú te conviertes en la emperatriz viuda, en ese palacio tan profundo y distante… ¿podremos seguir así, como ahora, enredadas, felices?
—¡¿Quién quiere enredarse contigo ni estar feliz contigo?! —exclamó Jiang Xu empujándola, sabiendo que no debía seguir ese juego. Ji Ruyu estaba claramente evitando el tema, negándose a profundizar. Insistir no serviría de nada. —He venido a verte por algo serio —anunció con firmeza.
—¿Ah? ¿No era que me echabas de menos?
Jiang Xu decidió no hacerle caso y pasó a contarle todo lo relacionado con la Consorte Li.
Entonces, Ji Ruyu se puso seria. Tras pensarlo un momento, respondió:
—Si tú intervienes directamente, la familia Liu solo se reprimirá por un tiempo. Mientras la madre de Li siga en manos de los Liu, ella estará siempre sometida a su control. Siempre supe que era una pieza del juego de los Liu. Pero desde que vino a ti por ayuda, no he podido dejar de pensar en algo… ¿Y si logramos convertirla en una pieza de nuestro bando?
Jiang Xu meditó sus palabras.
—¿Quieres ayudarla a salvar a su madre, para que te lo agradezca eternamente? ¿Actuarías como la princesa heredera o como el emperador?
Ji Ruyu esbozó una sonrisa.
—Conociendo su carácter, quizá sí sea capaz de darlo todo por devolver un favor. Pero yo no creo en la naturaleza humana. Si su madre está bajo mi cuidado, bien atendida, alimentada y segura, entonces podré confiar en ella. Esa es la verdadera victoria: una alianza en la que ambas ganamos.
Jiang Xu se quedó un instante sin palabras. Ji Ruyu le había dado esa respuesta sin especificar si actuaría como princesa heredera o como emperador. Pero ella lo comprendió: Ji Ruyu no pensaba hacerlo en nombre de nadie. Ni siquiera dejaría que la consorte Li supiera quién había salvado a su madre.
Ji Ruyu desvió la mirada hacia ella.
—¿La cuñada imperial pensará que soy despiadada?
—No…
Eso era lo correcto. Ji Ruyu era la verdadera soberana de ese país. Era una emperatriz.
—Tú piensas en todo. En comparación, yo he sido demasiado ingenua —admitió Jiang Xu.
Ji Ruyu apretó los labios, como si quisiera decir algo, pero al final solo murmuró:
—Le encargaré este asunto a Lantang Yue. No hace falta que te preocupes más por ello.
—Está bien —asintió Jiang Xu. —Es tarde y el rocío ha empezado a caer. Me retiraré —dijo entonces, viendo que su propósito ya estaba cumplido y que Ji Ruyu aún tenía asuntos que atender. Jiang Xu se dio la vuelta para marcharse.
Pero Ji Ruyu la detuvo de pronto, abrazándola por la espalda.
—Si sabes que es tarde y húmedo, y que tu salud no es buena… ¿por qué te empeñas en irte? —susurró, envolviéndola con los brazos, impidiéndole marcharse.
Junto al tenue aroma a orquídea que la envolvía, Ji Ruyu escuchaba el latido nítido de su propio corazón.
¿Qué era ese temblor? ¿Por qué le temía tanto a lo que acababa de pasar, a que dejara una sombra en el corazón de Jiang Xu, a que ella la condenara como una mujer cruel?
Sabía desde hacía tiempo que su cuñada la miraba con recelo, que tenía prejuicios hacia ella. Pero los días compartidos, ese acompañarse día a día, habían sembrado una esperanza insensata en su corazón: ¿y si en realidad su cuñada no la odiaba tanto como pensaba? ¿Y si… incluso era capaz de tenerle cariño?
Aunque ese cariño solo existiera en los momentos en que, despojadas de toda racionalidad, se fundían entre jadeos y caricias. Aunque solo brotara cuando la complacía hasta el delirio…
¿Por qué tenía que ser ella?
Pero en este mundo, fuera de esa mujer que ahora tenía entre sus brazos, ¿quién más se preocupaba por esa persona llamada Ji Ruyu?
Cada día, los ministros clamaban “¡Larga vida al emperador!”, las sirvientas y eunucos caminaban con temor, los parientes reales preguntaban por su salud… pero todos lo hacían por Ji Mingyue.
Solo en presencia de Jiang Xu sentía que realmente existía.
Ya fuera amor u odio, gritos o reproches, ella al menos pronunciaba su nombre, “Ji Ruyu”, con fuerza.
Sus brazos se apretaron aún más alrededor de su cintura. Jiang Xu sintió ese aliento cálido rozarle el cuello, seguido por una voz suave, casi suplicante:
—Tus manos están tan frías… déjame calentarte un poco, cuñada imperial…
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