Aunque no se involucraba en los asuntos de la corte, Jiang Xu sabía que había guerra en el frente. Por la escasez de víveres, el vicecomandante Li había regresado personalmente a la capital con el único propósito de conseguir provisiones suficientes, pero no había logrado ningún avance.
Los debates en el tribunal eran frecuentes. El tema siempre giraba en torno a que el tesoro nacional estaba vacío. Muchos sostenían que no valía la pena seguir gastando recursos en una guerra y que sería más conveniente ofrecer algunas concesiones para llegar a una tregua, lo que supondría un costo menor.
Antes de que Ji Mingjue terminara postrado, esa había sido su estrategia habitual. Por eso, tanto en la corte como fuera de ella, se había instalado una mentalidad de apaciguamiento. Los militares estaban totalmente desvalorizados. La mayoría de los oficiales que quedaban del reinado anterior habían preferido jubilarse y volver a sus tierras, incapaces de soportar el desprecio. Solo unos pocos seguían fieles, defendiendo con firmeza las fronteras.
Y respecto a todo esto… ¿qué pensaba Ji Ruyu?
El vicecomandante Li llevaba ya bastante tiempo en la capital, y Ji Ruyu se había limitado a dejar que los funcionarios discutieran entre ellos sin tomar decisión alguna. Probablemente tampoco quería seguir con la guerra. ¿Entonces por qué lo convocó esta vez? ¿Para darle una respuesta en persona más “cuidadosa”, sin desmoralizar completamente a los soldados del frente?
Mientras Jiang Xu divagaba, el vicecomandante Li ya había entrado en la sala. Era un hombre alto pero delgado, de piel curtida y amarillenta, con un rostro endurecido por años de batallas. Parecía más bien un guerrero de las estepas que alguien del imperio. Muy distinto a los funcionarios refinados y cómodos de la capital.
—¡Este súbdito saluda a Su Majestad! —dijo, arrodillándose con respeto.
—Ponte de pie, querido ministro —respondió Ji Ruyu, completamente centrada, sin dejar que nada del episodio anterior alterara su actitud.
El vicecomandante no levantó la cabeza hasta que se incorporó, y aun así se mantuvo de pie con suma reverencia.
Ji Ruyu entrecerró los ojos y comprendió al instante por qué el general en jefe había enviado a este hombre a gestionar la cuestión del suministro.
Dicen que la presencia genera empatía. Si un emperador ve con sus propios ojos cómo sus soldados sufren por defender el país, y además esos soldados siguen siendo leales, puede que se conmueva. Pero, lamentablemente… eso no funcionaba con su hermano mayor. Podías arrojarle mil súplicas, que él seguiría teniendo un corazón de piedra.
—¿Sabes por qué te he mandado llamar hoy? —preguntó Ji Ruyu.
—Este súbdito… puede imaginarlo, pero no me atrevo a especular con los designios de Su Majestad.
Ji Ruyu soltó una leve risa.
—¿Y esas palabras se las aprendiste a los literatos remilgados?
El vicecomandante parpadeó sorprendido y luego se enderezó, mostrando una sonrisa sincera.
—Antes de venir, el estratega del ejército me advirtió que soy torpe y sin modales, que debería hablar poco para no ofender a Su Majestad… Por cierto, Su Majestad, ¿qué le pasó en la cara?
Jiang Xu, que estaba escondida detrás del biombo, casi se ríe en voz alta al escuchar eso.
Ese estratega sí que lo conocía bien. El consejo fue más que acertado. Si en vez de Ji Ruyu hubiese estado aquí Ji Mingjue, probablemente ya estaría ofendidísimo. Por suerte, quien lo recibía ahora era Ji Ruyu. Ella… ella no sería así, ¿verdad?
Y justo ahí Jiang Xu se sobresaltó. ¿Por qué confiaba tanto en Ji Ruyu? ¡Se suponía que ella era la villana de esta historia! ¡Se suponía…!
Ji Ruyu, por su parte, no se molestó en lo más mínimo por el comentario directo del vicecomandante. Ni siquiera por el moretón en su rostro, visible tras la bofetada. Solo sonrió con calma.
—Últimamente todo el mundo en la corte habla del problema del abastecimiento en la frontera. ¿Qué opinión tienes al respecto, vicecomandante?
El hombre se quedó completamente atónito.
—Majestad, ¡¿qué puedo opinar?! —exclamó el vicecomandante Li—. ¡Si he regresado es precisamente para conseguir provisiones! ¿Acaso Su Majestad piensa hacerle caso a esos ministros que no hacen más que soltar palabrería inútil? ¿Realmente considera pactar con esos bárbaros? ¿De verdad estaría dispuesto a enviar a la princesa a un matrimonio de alianza? ¿Ya ha olvidado cómo murió trágicamente la princesa Zhaoyang en manos de los extranjeros?
Jiang Xu se quedó un tanto sorprendida.
La muerte de la princesa Zhaoyang en tierras extranjeras no era algo que estuviera mencionado en la historia original. Aunque no sabía exactamente qué había pasado, no pudo evitar mirar con preocupación a Ji Ruyu.
A pesar de su actitud desafiante, el vicecomandante Li se dio cuenta de que había dicho algo inapropiado. Cayó de rodillas, abrumado por el miedo.
Ji Ruyu permaneció en silencio. Estaba de pie, con medio cuerpo envuelto en la cálida sombra del crepúsculo, como si las llamas del atardecer quisieran tragársela. Nadie podía saber qué haría a continuación. Su expresión era la calma que precede a una tormenta.
De pronto, Ji Ruyu habló:
—Ya he reunido los suministros que necesitan. Mañana emitiré el decreto y organizaré todo. Podrás partir hacia la frontera. Espero escuchar pronto noticias de su victoria.
El vicecomandante Li alzó la vista, atónito. No sólo Su Majestad accedía a su petición, sino que además no lo castigaba por su atrevimiento.
—Gracias, Majestad —respondió con voz temblorosa.
Temiendo que el emperador cambiara de opinión, se retiró a toda prisa.
Una vez más, la sala imperial quedó en silencio. Sólo quedaban Ji Ruyu y Jiang Xu.
Jiang Xu salió de detrás del biombo.
Ji Ruyu de pronto curvó los labios en una sonrisa sarcástica.
—A él no le importa. A ese emperador, tan por encima de todo, nunca le ha importado la vida de sus hermanas. No le importo yo, como tampoco le importó mi hermana mayor en su momento. Aunque nacimos del mismo vientre, él por ser hombre heredó el trono y la gloria, y nosotras, por ser mujeres, solo servimos como herramientas. ¿Familia? ¿Afecto? ¿Qué valor tienen esas cosas para alguien como él? ¡Nada es más importante que su corona!
Jiang Xu la escuchó en silencio. Jamás había visto a Ji Ruyu así. No era una rabieta como las de siempre; no gritaba, no lloraba. Y, sin embargo, sus palabras desprendían una desesperación desgarradora.
Esa herida en el corazón de Ji Ruyu… parecía imposible de cerrar.
—Ni siquiera hasta el día de hoy… he podido traer de vuelta el cuerpo de mi hermana… —murmuró Ji Ruyu, cerrando los ojos lentamente.
En ese instante, Jiang Xu sintió que el aire se volvía espeso, como si no pudiera quedarse sentada ni un segundo más sin incomodarse.
Aunque no tenía relación alguna con Ji Mingjue, en nombre y título seguía siendo su emperatriz. Por eso, sentía que debía decir algo para consolar a Ji Ruyu… pero al mismo tiempo, temía que cualquier palabra suya fuera como clavarle un puñal directo al corazón.
Ji Ruyu… también lo ha pasado mal, ¿no es así? Seguramente, los suministros que consiguió reunir fueron comprados con el dinero que ganó en el banquete de las Cien Flores. Se vio obligada a sentarse en un trono que desprecia, y aun así ha tenido que desgastarse en cuerpo y alma por este reino. El hombre al que odia está reducido a ser un vegetal, pero ni siquiera puede vengarse de él. Ahora que ocupa el trono, cada paso que da es sobre el filo de una espada: si la descubren, todo acabará para ella.
Jiang Xu se quedó callada demasiado tiempo. Entonces, Ji Ruyu se acercó.
Le tomó el mentón entre los dedos, con la mirada oscura, profunda, sin revelar la menor emoción en sus pupilas.
—¿Cuñada imperial… no tienes nada que decirme?
—Yo…
Jiang Xu no quería que Ji Ruyu volcara sobre ella todo el odio que sentía por Ji Mingjue. No quería ser arrastrada por esa tormenta.
—Quiero decir que… todo lo que pasó antes, yo no lo sabía. Pero ahora lo he visto con mis propios ojos, he sentido en carne propia lo difícil que ha sido todo para ti. No soy la viuda de Ji Mingjue… soy tu…
Las palabras se le atoraron en la garganta. No supo cómo continuar.
Ji Ruyu soltó una risa baja y burlona.
—¿Eres mía?
Jiang Xu levantó la cabeza, confundida.
—¿Eso quieres decir? ¿Que no eres la emperatriz de Ji Mingjue… sino la mía? ¿Mi emperatriz?
Mientras hablaba, Ji Ruyu la envolvió en un abrazo firme, sin dejarle espacio para escapar.
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