Las palmas de Jiang Xu estaban empapadas de sudor, tanto que el pañuelo en sus manos ya estaba completamente húmedo.
Su madre, Qi Ning, una dama noble en toda regla, frunció el ceño apenas se marcharon las demás visitantes.
—Hace tanto que no veo a Su Majestad la Emperatriz —dijo con tono severo—, y parece que en lugar de haber mejorado en modales, has retrocedido. Hace un momento, mientras hablaba con las otras damas, te vi distraída, con la mirada perdida. ¿Acaso quieres que piensen que mi hija no es digna del título de emperatriz? ¿O también así te comportas ante Su Majestad?
Jiang Xu bajó la cabeza, incómoda.
—Lo siento, madre. No me sentía muy bien hoy.
Qi Ning la regañó un momento más, pero luego su expresión se suavizó.
—¿Llamaste al médico imperial? Tienes que cuidar tu salud. Siempre fuiste débil desde niña. Si no fuera porque eres mi única hija legítima, hubiera preferido casarte con un hombre común, sin esa carga de responsabilidades palaciegas.
Jiang Xu sonrió con suavidad, siguiéndole la corriente.
—El médico ya me ha revisado. No es nada grave, lo de siempre.
En realidad, desde que había despertado en este cuerpo, Jiang Xu había procurado cuidarse con esmero. La anterior emperatriz, la “original”, había muerto joven por sus propios excesos: mojarse bajo la lluvia, pasar frío, lamentarse de su destino y, para colmo, olvidar tomar sus medicinas.
Ella, en cambio, comía a sus horas, tomaba sus medicinas con puntualidad y dormía bien. Su salud había mejorado tanto que ya no se sentía como una cuerda a punto de romperse…
Si no fuera por “eso” que Ji Ruyu había puesto en su cuerpo, esa campanilla oculta, su madre ni siquiera habría notado nada raro.
—Ay… —suspiró Qi Ning—. Pero ya que has asumido el papel de emperatriz, debes cumplir con tu deber. Tienes que administrar bien el harén por el bien del imperio. Mira a la noble concubina Liu: lleva semanas castigada sin poder salir, y tú ni siquiera intercedes. Y lo más importante… —su voz se volvió más firme—. Debes apresurarte a darle un heredero al trono. Solo así el reino tendrá estabilidad.
Jiang Xu sintió que la sangre se le helaba.
“¿Un hijo? Aunque me acueste con Ji Ruyu cien veces, eso jamás pasará”.
—Madre… esas cosas no dependen solo de mí. Su Majestad está muy ocupado con los asuntos del gobierno…
—¿Ocupado con el gobierno? —Qi Ning soltó una risa amarga—. ¿Sabes lo que escuché al entrar al palacio?
—¿Qué cosa? —preguntó Jiang Xu, sintiendo un mal presentimiento.
Su madre la miró con frialdad.
—Dicen que unos eunucos encontraron esta mañana la corona imperial detrás de la roca del jardín. Y que tú, hija mía, saliste del Pabellón del Corazón esa misma mañana. Todos comentan que la emperatriz no guarda decoro y se entrega a juegos indecentes con el emperador. ¡Nunca imaginé que una hija del clan Jiang acabaría con fama de mujer que seduce al soberano!
El rostro de Jiang Xu se tensó de golpe.
Ji Ruyu… ¡seguro que aquello fue a propósito! Lo había dejado allí a sabiendas, solo para arruinar su reputación.
Qi Ning continuó:
—Aun así, te conozco. Seguro fue el emperador quien insistió, y tú, por no contrariarlo, no supiste rechazarlo. Pero recuerda esto, hija: eres la emperatriz, no una concubina a su antojo. Si Su Majestad te falta al respeto, debes poner límites. Debes mantener la dignidad de tu posición.
—Sí, madre —respondió Jiang Xu, reprimiendo la rabia.
Tenía razón: no podía seguir permitiendo que Ji Ruyu hiciera lo que quisiera con su cuerpo. Hoy había sido la campanilla… ¿qué sería mañana?
Solo quería que su madre se marchara pronto. Ya apenas podía seguir soportando el hormigueo constante dentro de su cuerpo.
Y justo entonces, una voz familiar rompió el aire del salón:
—Vaya, qué reunión tan animada.
Desde el corredor apareció Ji Ruyu, con una sonrisa pintada en los labios.
—Espero no haber interrumpido la conversación entre mi querida suegra y Xu Xu.
—¡Su Majestad!
Qi Ning se quedó petrificada. Luego cayó de rodillas con un golpe seco.
¿El emperador…? ¿Desde cuándo estaba ahí?
Si había escuchado la conversación entera, entonces todo lo que acababa de decir sobre las reglas del palacio, el deber de tener un heredero y las críticas a su propia hija… ¡había llegado a oídos del trono!
Jiang Xu también se quedó helada. No podía creerlo.
Ji Ruyu… ¿de verdad acababa de salir así, tan campante, después de haberse quedado escuchando? ¡Un emperador que espía conversaciones privadas! ¿Y encima lo admitía sin vergüenza alguna?
Ji Ruyu, en cambio, parecía completamente tranquila.
—Suegra, no hace falta tanta ceremonia. Levántese.
Avanzó despacio hasta situarse junto a Jiang Xu. Antes de que esta pudiera reaccionar, le pasó un brazo por la cintura, acercándola contra su cuerpo. Jiang Xu abrió los ojos, atónita.
Ji Ruyu se inclinó un poco hacia ella, murmurando en voz baja:
—Tu rostro está ardiendo. Si no puedes sostenerte, apóyate en mí. No querrás darle un susto a tu madre, ¿verdad?
Jiang Xu la fulminó con la mirada, pero lo único que obtuvo fue una suave risa contra su oído.
Qi Ning, al ponerse de pie, vio la escena: la emperatriz, casi acurrucada contra el pecho del emperador, y este tocándole la mejilla con aparente ternura.
La imagen la dejó sin palabras.
¿Cuándo se habían vuelto tan cercanos?
Siempre había sabido que su hija trataba al emperador con frialdad; nunca los había visto actuar como una pareja de verdad. Parte de ella se sintió aliviada al ver que al fin parecían llevarse bien, pero otra parte no pudo evitar inquietarse.
El afecto entre un emperador y una emperatriz debía mostrarse con dignidad, equilibrio, respeto mutuo. No así, delante de ella, en un gesto tan íntimo.
Y menos aún viniendo del emperador, quien jamás hacía nada sin un propósito oculto.
Ji Ruyu sonrió, esa sonrisa suya tan brillante como peligrosa.
—He de agradecerle, suegra, por haber traído al mundo a Xu Xu. Es una mujer que realmente me complace.
Qi Ning palideció.
—Su Majestad… esta humilde servidora no se atreve a aceptar el título de suegra.
Ji Ruyu soltó una carcajada abierta.
—¿Cómo no? Si hasta los gobernadores de Jiangzhe ya se refieren a su esposo como el “padre del emperador”. Dicen que es un hombre próspero: otro año, otra mansión nueva. Me preguntaba si su familia crecía tan rápido que ya no cabían en la anterior.
El rostro de Qi Ning perdió todo color. Cayó de rodillas de nuevo.
—Mi esposo no merece tal título. Son rumores infundados. Él siempre los desmiente, pero su carácter es blando y no sabe defenderse. Prometo que al regresar lo reprenderé y le ordenaré romper toda relación con quienes digan tales disparates.
La mujer temblaba.
Sabía perfectamente a qué se refería Ji Ruyu: los rumores sobre la fortuna repentina de la familia Jiang. Era una advertencia. Una sutil, pero letal.
Jiang Xu comprendió en ese instante.
Todo aquel acto de afecto, la manera en que la abrazaba, las palabras cariñosas… no eran más que una máscara. Ji Ruyu estaba usando la escena para asustar a su madre, para recordarle al clan Jiang quién tenía realmente el poder.
Y ella, una vez más, era la herramienta perfecta para hacerlo.
Por primera vez, Jiang Xu sintió una punzada amarga en el pecho.
¿Así era como la veía? ¿Solo como un objeto más de su juego político? Incluso su cuerpo le servía para demostrar autoridad.
Por fuera, seguía sonriendo débilmente, como correspondía a una emperatriz. Pero por dentro, la sensación de humillación ardía como hierro al rojo vivo…
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