—¿Y yo? —preguntó Ji Ruyu con voz baja—. Tus cosas no pueden compartirse con nadie… ¿pero yo sí puedo?
—Tú no eres mía —respondió Jiang Xu con frialdad.
—Puedo serlo.
Jiang Xu la miró sorprendida. Ji Ruyu la observaba fijamente, con una profundidad que la inquietó.
—¿Y para qué te querría yo? —preguntó Jiang Xu, apretando los labios.
La sonrisa de Ji Ruyu se congeló un instante, aunque pronto recuperó la compostura. Sus ojos recorrieron lentamente el cuerpo de Jiang Xu.
—¿De verdad no me deseas? —preguntó con una voz suave, insinuante—. Puedo darte lo que quieres.
—No necesito nada de ti —respondió Jiang Xu sin dudar.
Y era verdad. Su cuerpo ardía, aún sensible después de tantas provocaciones sin descanso, pero no pensaba humillarse pidiéndole nada. Ya entendía bien lo que Ji Ruyu pretendía: dominarla a través del deseo, hacer que cediera por completo. Precisamente por eso, no le daría el gusto.
La mirada de Ji Ruyu se oscureció.
—Prefieres sufrir tú sola antes que aceptar mi ayuda. —Su voz sonó como un suspiro burlón—. Si no quieres verme, entonces me iré.
Jiang Xu la miró con cautela. ¿De verdad se rendía tan fácil? Siempre buscaba quedarse con la última palabra, siempre insistía hasta obtener ventaja. ¿Sería otra trampa?
Pero no. Ji Ruyu simplemente se dio la vuelta y salió.
Jiang Xu se quedó quieta largo rato, mirando la puerta vacía. No sabía si sentir alivio o confusión.
Al cabo de un rato llamó a las doncellas para que la ayudaran a cambiarse de ropa. Se puso un vestido más ligero, pero el cuerpo aún le resultaba incómodo, húmedo y pegajoso. Pensó en pedir un baño, aunque no quería estar rodeada de sirvientas.
Entonces recordó el estanque de jade, el Yuqingchi, dentro del palacio. Iría allí a bañarse sola.
Mientras tanto, Ji Ruyu había regresado al Salón Yangxin. Frente a ella, los memoriales se apilaban como montañas. La calma que fingía tener se deshizo en un instante, como un hilo que se rompe.
¿Por qué? ¿Por qué tenía que encargarse de todo eso? ¿Por qué debía ser ella quien sostuviera el peso del imperio?
Su mirada se dirigió hacia la puerta cerrada de la cámara secreta.
Todo era culpa de ese hombre. Si no fuera por él, ella no estaría en esta situación.
El rostro de Ji Ruyu se endureció. Ignorando los informes y los decretos, se dirigió hacia la cámara.
Dentro, el médico imperial Xu seguía de guardia junto al verdadero emperador. Desde que Ji Mingjue había enfermado, aquel hombre no había vuelto a salir de la habitación; incluso la comida se la llevaban allí.
Al ver entrar a Ji Ruyu, el médico se estremeció.
—Su… su alteza la princesa…
Ji Ruyu lo miró de reojo y sonrió con frialdad.
—¿Tan difícil te resulta pronunciar ese título?
—No… yo solo…
—Entonces endereza la lengua y dilo bien.
El hombre tragó saliva.
—Saludo a su alteza, la princesa.
Ji Ruyu lo observó en silencio. Todos la llamaban emperador fuera de esas paredes; nadie se atrevía a hacer otra cosa.
Sí, la emperatriz viuda había usado medios poco honorables para convencerla de asumir el lugar de su hermano enfermo, pero ahora que Ji Ruyu había probado el sabor del poder, ¿de verdad iba a renunciar a él?
La emperatriz viuda ya estaba muerta.
De los que conocían el secreto, solo quedaban tres personas: ella, el médico… y la emperatriz Jiang Xu.
¿De verdad Ji Ruyu no pensaba eliminar testigos?
El médico imperial llevaba noches sin dormir, atormentado por el mismo sueño: él mismo cayendo bajo la espada de Ji Ruyu, porque solo los muertos podían guardar secretos.
Por eso, ni siquiera se atrevía a llamarla “princesa” sin temblar, temeroso de que ella interpretara su tono como una ofensa… y decidiera matarlo por ello.
Ji Ruyu ya había puesto la vista sobre el hombre acostado en la cama. Frunció el ceño.
—¿Cómo está su situación?
El médico imperial Xu respondió con cautela:
—Sigue igual que antes… no hay señales de que vaya a despertar.
—¿Sin señales de despertar? Entonces dime… ¿hay señales de que vaya a morir?
El tono con que lo dijo sonaba casi como una broma, pero el aire se volvió helado en un instante.
El rostro del médico se tensó; apenas pudo mantener la compostura. No se atrevía a tomar las palabras de Ji Ruyu como una simple broma. Sabía bien que eso era una prueba. Con el poder que ella había acumulado, ¿y si de verdad pensaba ocupar el trono?
Si llegaba a hacerlo, los pocos que conocían la verdad no vivirían mucho tiempo. Él y la emperatriz estaban en peligro.
Era solo un médico; ella podía aplastarlo como a un insecto. Pero la emperatriz era distinta: tenía influencia, poder dentro del palacio. Debía avisarle, advertirle antes de que fuera demasiado tarde.
—La salud de Su Majestad… aún no ha empeorado —logró responder, con la cabeza baja.
Ji Ruyu no se detuvo allí.
—Dime, ¿tú quieres que viva o que muera?
El médico se quedó paralizado. Bajó aún más la cabeza, temblando.
—¡Jamás me atrevería a tener un pensamiento tan traidor!
Ji Ruyu entrecerró los ojos, mirándolo con calma.
—Si Ji Mingjue muriera, ya no tendrías que quedarte en este sótano. Podrías volver con tu esposa e hijas, regresar al hospital imperial, tener libertad otra vez. ¿No sería mejor así?
—Mi deber es servir con lealtad a Su Majestad y a la Princesa. No me atrevo a albergar deseos personales.
Ji Ruyu soltó una risa breve, cargada de ironía.
—Puedes irte.
El médico no se movió, temblando.
—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de que cometa regicidio?
Una frase como esa, hablar de matar al emperador, y ella la decía con tanta ligereza.
El médico estaba tan asustado que ni siquiera pudo responder. Se apresuró a salir, casi tropezando.
Cuando se fue, Ji Ruyu se acercó despacio a la cama.
Miró al hombre que yacía inmóvil y frunció el ceño con repulsión.
En la mesa, el estuche de medicina del médico seguía abierto; las agujas de plata estaban perfectamente ordenadas.
Ji Ruyu tomó una, la sostuvo entre los dedos y miró fríamente al hombre.
—Veamos si estás vivo… o muerto.
Sin titubear, clavó la aguja en un punto doloroso. Sus ojos permanecieron fijos en el rostro de él.
Ji Mingjue no reaccionó. Solo el débil movimiento de su respiración demostraba que aún era un ser vivo.
—Así que no fingías… —murmuró ella.
Claro que no fingía. Pero el corazón ennegrecido de Ji Ruyu necesitaba una válvula de escape, y esta era la única forma de conseguir alivio.
—Si no piensas despertar, entonces muérete ya. Cuando mueras, mi cuñada será mía.
Su mirada permaneció fija en el rostro del hombre. No hubo respuesta, ni un solo cambio de expresión.
Ji Ruyu resopló, sacudió la manga y salió de la cámara.
Cuando oyó la puerta cerrarse, el médico imperial Xu salió de su escondite.
Corrió hacia la cama para revisar el estado del emperador.
Al ver la aguja de plata clavada en su pecho, se le heló la sangre. Se acercó con manos temblorosas, comprobando que no había veneno y que no estaba en un punto vital. Solo entonces se atrevió a respirar.
—¿La princesa ya ha decidido eliminar al emperador? No… aún no se atreve. Pero si ha llegado a esto, ya no hay vuelta atrás.
El médico apretó los puños.
—Debo advertir a la emperatriz. Antes de que sea demasiado tarde.
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